Oh Zimmerman, ten piedad

https://mnorth52.wordpress.com/2018/04/13/oh-mercy/

Ráfagas de pintura verde arañan al lienzo en movimientos rápidos y libres.
Dylan ronca con nostalgia desde un preamplificador. La pieza es “Most of the Time”, de Oh Mercy. Uno de los cinco álbumes de reivindicación de Bob, el primero de sus colaboraciones con el productor Daniel Lanois y un elepé que no ha abandonado el tocadiscos de Leonardo Doval por casi doscientos días. Al pintor le empiezan a asomar canas en melena y barba. Está descalzo, lleva bluyines rotos y camisa a cuadros abotonada hasta la mitad del pecho. Observa el caballete a distancia en lapsos de descanso, pero la mayoría de su atención se centra en la puerta cerrada de la única habitación de su apartamento.   

Desde hace más de diez años que el encierro era una de las variadas formas
de anarquía que rondaba por la ciudad. Y con el virus distópico suelto en casi
todo el planeta, ahora quedarse en casa era un mandato oficial. Al mismo
tiempo, su condición de artista plástico ya lo tenía acostumbrado a salir muy
poco. Consideraba que su profesión nunca debía creer ni en paros ni en
feriados, por lo que tenía que mantener una rutina milimétricamente planificada
tanto para sobrevivir, así como para que no se le quebrara lo poco que aún le
quedaba de cordura. Fueran o no fueran agorafóbicos, a los caraqueños de
finales del siglo XX se les enseñó a caminar incontables veces alrededor de las
salas de sus viviendas con pasmosa regularidad.

Pintar era un escape. Y, para qué negarlo, el misterio áureo que rodeaba a
uno de los pilares del expresionismo abstracto latinoamericano, oriundo además
de una de las tres capitales más peligrosas del mundo, había traído consigo
divisas más que generosas para ahorrar y vivir cómodamente en una urbe que,
aunque estuviera sumida en una absoluta confusión histórica, le proporcionaba
el ambiente ideal para la creación de sus cuadros. Pero, en esencia, la pintura
le funcionaba a Doval para desconectarse un poco de esa realidad que lo acechaba
como un cocodrilo de estuario, y que anoche en particular trajo una novedad
funesta. La conversación bailó entre lo racional y lo dramático, con sus
necesarios toques de telenovela de los ochenta. No hubo lágrimas
y ambos participantes estaban bastante seguros de haber seleccionado las
palabras más adecuadas:

AMANDA: Leo, me parece que ha llegado el momento de que comience a ponerle
orden a mi futuro. Tú sabes mejor que nadie lo importante que ha sido esta
relación para mí. Vivir contigo ha sido mucho más de lo que fantaseaba cuando
te veía divagando sobre las conexiones entre la pintura de Frankenthaler y de
Motherwell. Ahora confío mucho más en mis competencias y los aprendizajes que me llevo difícilmente los vaya a encontrar en ningún otro lugar.

LEONARDO: No los vas a encontrar, porque lo que yo te he enseñado ni de
vaina lo podrás aprender de un publicista.

AMANDA: Él no tiene nada que ver en mi decisión. Mucho antes de que comenzáramos
a vivir juntos ya sabías que tenía planeado irme para Madrid apenas me saliera
una oportunidad de trabajo. Y la verdad es que siento que me ajusto mucho mejor
al diseño gráfico que a la pintura…

LEONARDO: ¿Cómo que no tiene nada que ver si te vas a
trabajar a su agencia? De haberte concentrado en desarrollar una técnica propia
tendrías listos por lo menos veinte cuadros para la residencia que tendré en
Berlín el año que viene. Las propuestas emergentes de Latinoamérica siempre llaman la atención y conozco a un par de galeristas locales.  

AMANDA: Por favor, no insistas con eso. ¿No te das cuenta de que no he
logrado ni hacerte cosquillas con mis bocetos? La plástica y yo estamos limitadas al pasatiempo, a una simple distracción. Te conozco bien, y sé que en el fondo piensas que estoy tomando una buena decisión.

LEONARDO: ¿Qué carajo importa lo que yo piense? La convicción de ver la luz
es tuya. Haces arte porque tienes que hacerlo. Porque no tienes opción. No
tiene nada que ver con el talento, tiene que ver con no tener opción de no
hacerlo. Si te rindes, no tenías que haber pensado en ser artista.

Amanda Garmendia es una diseñadora gráfica de veinticinco años con una
marcada predilección por los discos de Chet Baker, especialmente las
recopilaciones con sus interpretaciones vocales. También adora los
cuentos de Leonora Carrington y las parejas atormentadas. Conoció al maese
Doval cuando este le dio clases de Historia del Arte durante su pregrado, aunque no se fue a la cama con él hasta dos años después de haber culminado sus estudios universitarios. Y no, acá no hubo reencuentro romántico a lo destino manifiesto. Ese chispazo carnal se disparó gracias a Tinder.

Él aceptó la separación en apariencia y le ofreció seguir viviendo en el
apartamento hasta que volvieran a salir vuelos comerciales desde Maiquetía.
Planea aprovechar la potencial incomodidad de los encuentros en días venideros
para darle forma a una nueva colección que debió tener lista hace tres semanas.

Ella prefiere cualquier cosa antes de volver a casa de sus padres, y menos en este dos mil veinte de locura. Se encomienda a que los incontables trámites digitales que tiene por delante hagan que las semanas o meses antes de su viaje a España pasen de la forma más sencilla posible.

Él intentará convencerla de que rechace la oferta de trabajo y se quede.

Ella se negará, una y cien veces. 

Él llegará a niveles de desesperación entrañables, pero ella cree estar
completamente segura de su decisión.

Ahora él baja un poco el volumen de la música y enciende la cafetera.
Está casi seguro de que ella se levantó de la cama. Ambos miran desde lados opuestos
hacia la puerta cerrada de la única habitación del lugar.

 

Publicado por camachomirandajavier

Transeúnte perenne del arco argumental. Devoto de la narrativa. Docente de Lengua Castellana y Literatura. Melómano empedernido. Ciudadano.

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